sábado, 11 de septiembre de 2010

Paisaje vs. medio ambiente

El vínculo con el sitio constituye una de las pasiones básicas de la cultura, que se emparenta con la producción, con la que comparte genealogía desde la experiencia neolítica. Esa experiencia sedentaria implica la reiteración de la mirada sobre el espacio de vida, y la verificación de que ese espacio responde a la propia “habitación”. La asignación de valores –productivos, defensivos, rituales, lúdicos…- a cada paraje no es sino una proyección de las inquietudes humanas hacia el escenario donde esas inquietudes se desarrollan. El sitio no es solo la estantería donde vamos situando esos valores, sino que es también el almacén de la memoria. Una memoria externa y circundante con una conexión inalámbrica con la identidad, a la que conforma y constituye. Enseguida, la religión se interpone como una mediación discursiva entre los humanos y su vivencia del entorno. Naturaleza=Dios. Esta deificación de la experiencia del sitio se continúa, en formas diversas, en las diferentes civilizaciones y épocas, hasta que la modernidad propone la ruptura de las mediaciones y la exaltación del individuo, portador de valores personales y de la libertad para interactuar con el entorno sin intermediarios. Es el origen del paisaje, o, como dice Heidegger, la época de la imagen del mundo. Identidad y sitio=paisaje, que se puede ampliar indefinidamente, puesto que nuestra mirada lo altera y lo regenera. Es el paisaje de Friedrich, el del monje en la playa o el del elegante excursionista que contempla desde la cumbre el mar de nubes. El paisaje constituye la secularización de la naturaleza y un espacio de libertad, exaltado por el romanticismo, que plantea abiertamente los peligros del ejercicio de esa libertad, ante las fuerzas desatadas de esa misma naturaleza. El riesgo como secularización de la fortuna. La ciencia y la técnica contra el azar y el designio. De esa época somos hijos. Unos hijos que se debaten entre el gozo civil del territorio a través del paisaje y una nueva deificación de nuestra relación con el entorno, a través de la noción del medio ambiente, estimulada por nuestros excesos y definitivamente institucionalizada en forma de re-ligación (religión) por el temor a la autodestrucción.

Del prólogo a "Los alumbres de Rodalquilar. Las otras minas". Epígrafe 2

VALLE DE RODALQUILAR (I)

El valle de Rodalquilar no es un sitio indiferente. De hecho, es un sitio diferente. Seguro que me ciega la pasión, y hasta es posible que utilice indecentemente al sitio para hablar de mí mismo. Porque el valle de Rodalquilar ha cambiado en la medida que cambiaba mi mirada sobre él, de forma que ya no sé si soy yo quien ha creado al valle o el valle el que me ha creado a mí. Poca gente puede decir que vive en el fondo de un volcán (de una caldera volcánica, más exactamente), en el que se han producido peripecias históricas tan sugerentes como la que motiva estas líneas, y otras que están por escribir. En el centro de la costa de Níjar, que es tanto como decir de la sierra de Cabo de Gata, entre los dominios cónicos y oscuros del sur y los tabulares y claros del norte, este pequeño universo autocontenido constituye un extraño museo de sí mismo, un museo abandonado del abandono, donde los mitos, leyendas y fabulaciones circulan por cada esquina, por cada piedra caída. Un sitio donde contrasta la poderosa huella de la acción humana con el debilitamiento de la memoria, que es el que deja paso a la fabulación. Huellas poderosas, pero discontinuas, que permiten reinventar el sitio sin las rigideces y rémoras del pasado, rescribiendo encima de un palimsepto que hay que descifrar. Al relato de las minerías protohistóricas sucede el de la ganadería estante medieval. A este, el del enclave alumbrero al que se dedica esta publicación. Un nuevo relato ganadero sucede al alumbre, hasta que se desata la hostilidad con los colonos agrícolas, que aprovechan la nueva seguridad de la costa fortificada. La fiebre del oro sustituye al mito agrícola, hasta que, tras una época de abandono, el relato actual está escrito con delirantes materiales de un “mix” ambiental-turístico, construyendo un nuevo significado más allá de toda evidencia de la historia territorial, como si esa historia no fuera mucho más sugerente que los devaneos de terraza con los que se construye el nuevo relato contemporáneo.

El disfrute del valle puede adoptar distintas modalidades, tantas como formas nos ofrece su convulso origen geológico o tantas como las correlativas maneras de ocupación del espacio que se han producido a lo largo del tiempo. El valle es mar y montaña, es un espacio rural e industrial, un espacio alternativamente vacío y lleno, calcinado y agostado bajo el implacable sol estival o humedecido, verde y floral con motivo de cualquier lluvia. El valle es muro o puerta, es europeo y africano: un extremo ultramontano, en un sotavento mediterráneo. El valle es un arte de arrastre para pescar levantes, en cuyo copo se encuentra atrapado Rodalquilar, el pueblo-factoría que robó el nombre al paraje. Es un espacio significante al que le cuesta entregar su significado. Quizá por eso los visitantes se consagran al sol y a la playa, pasando por encima de la complejidad y riqueza del valle con la misma velocidad con la que se encaminan a las arenas del Playazo. En su gran mayoría ignoran que en ese pequeño trayecto están atravesando la Estancia de Rodalquilar, sitio de destino del ganado de las sierras del sureste para pasar el invierno. Ignoran también que entre los dos pasos de la rambla están atravesando el poblado de Los Alumbres de Rodalquilar, singular fundación urbana asociada a una explotación minero-industrial del siglo XVI, a cuyo conocimiento se dedica esta publicación. Ignoran que la marina, la albaida del Playazo ha sido escenario de desembarcos del corso berberisco, de naufragios y de interesantes proyectos de colonización agraria. Ignoran que los relatos popularizados por el género cinematográfico del western (conflictos entre ganaderos extensivos y colonos agrícolas, fiebre del oro californiana) se estaban escenificando al mismo tiempo en este valle, pero saben que Clint Eastwood contribuyó a dar credibilidad al extravagante proyecto de Leone en Los Albaricoques. La redención de nuestro paisaje ha venido de la mano de la impostura: hemos sido las arenas del desierto saudita, hemos sido Aqaba, hemos sido el norte de África, el medio Oriente, los alrededores de Petra, Arizona, Nuevo México, y hasta un paisaje nevado en la Inglaterra medieval. Más que una redención parece una enajenación. Mientras se producen estos “préstamos” paisajísticos, el relato de nuestra propia identidad sigue vacante.

Extraido del prólogo a "Los Alumbres de Rodalquilar. Las otras minas" Epígrafes 3 y 4